Condenas exprés

Crímenes sin castigo | 23 de agosto de 2020

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-Las admisiones de culpa de diecisiete procesados por la Operación Gedeón, obtenidas a marcha forzada, son oro en polvo para un régimen ávido de legitimidad

@javiermayorca

El 13 de agosto, el fiscal designado por la Asamblea Nacional Constituyente, Tarek William Saab, anunció que quince procesados por la Operación Gedeón fueron sentenciados a penas que llegan hasta los veinticuatro años de prisión.
Una semana antes, el 7 de agosto, los únicos dos extranjeros detenidos por este caso, los sargentos retirados del Ejército estadunidense Luke Denman y Airan Seth Berry, fueron condenados a veinte años tras las rejas. En ambos casos, indicó William Saab, todos los penados admitieron lo señalado en las acusaciones de los fiscales 73 y 74 del Ministerio Público, con competencia contra la legitimación de capitales y el financiamiento del terrorismo, Jean Karin López y Teodoro León Aguilar, respectivamente.

Para llevar a cabo estas audiencias fue aplicado el mismo procedimiento: a última hora del día, el juez cuarto de control con competencia nacional en materia de terrorismo, José Macsimino Márquez, instaló el juzgado en una sala especial del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), sede Helicoide, sin permitir la participación de defensores privados como Alonso Medina, que había obtenido un poder especial de los familiares de los militares estadounidenses. De manera que los encausados solo fueron asistidos formalmente por defensores públicos, que avalaron todo lo sucedido.
Esta forma atropellada de actuar ha sorprendido a litigantes que se manejan en el ámbito de los presos políticos. Mucho más si se toma en consideración que, desde la emisión del decreto de alarma nacional, el 13 de marzo, por decisión del Tribunal Supremo de Justicia la gran mayoría de los procesos judiciales ha entrado en virtual parálisis.
En el caso Gedeón, sin embargo, las cosas se vienen manejando con extremada premura, en una especie de carrera contra el tiempo. Los fiscales y el juez han continuado adelante, haciendo caso omiso a los amparos constitucionales que dos abogados (Sergio Aranguren y Lilia Camejo) han intentado por separado, alegando cuestiones tales como abuso de poder, denegación de justicia y omisión de pronunciamiento sobre las solicitudes que ambos han formulado, en intentos por llevar adelante la defensa técnica de sus clientes.
Aranguren es apoderado judicial del capitán de la Guardia Nacional Leonard Briceño Vivas, mientras que Camejo defiende al mayor del Ejército Carlos Arturo Rosario Pimentel y al capitán de la GN Eliant Felipe César Caraballo. Ninguno de ellos participó en los desembarcos en playas de los estados Vargas y Aragua, en lo que aparentemente formaba parte de un proyecto para derrocar a Nicolás Maduro. Sin embargo, los fiscales e investigadores de la Contrainteligencia Militar y el Sebin los involucraron en este complot.
Pero los abogados Aranguren y Camejo no han podido conocer a ciencia cierta cuáles son los fundamentos de hecho y de derecho que sustentan las acusaciones, puesto que desde el inicio de este caso las actas han permanecido bajo reserva, y solo han podido leer algunos fragmentos del expediente, dosificados por los fiscales.
Las solicitudes de amparo fueron acompañadas por sendas denuncias contra los fiscales y el juez. Según Aranguren, estas acciones debieron ocasionar la paralización del proceso y la eventual inhibición de los denunciados. Pero nada de esto ha sucedido, y el juicio ha continuado con las sentencias para los diecisiete involucrados que admitieron culpa.
¿Qué consecuencias pueden tener estas primeras sentencias en un expediente tan controversial? Estas decisiones se dan por lo que llaman en la jerga jurídica “admisiones de hecho”. Es decir, los procesados dan por ciertas las imputaciones formuladas por los fiscales, sin levantar objeciones. En otras palabras, avalan todo lo asentado en el documento acusatorio del Ministerio Público.
Desde luego, en un caso como este la importancia de las admisiones de hecho van en función del rol jugado por cada uno de los sentenciados en la Operación Gedeón.
De los diecisiete sentenciados hasta el momento, tres son civiles: el lanchero Cosme Alcalá, el mecánico Gustavo Adolfo Hernández y Fernando Noya. Otros cinco egresaron de distintos cuerpos de policía. Fueron los oficiales Rodolfo Jesús Rodríguez, Enderson Israel Ríos, Gilbert Barillas, José Armando Alvarado y Jefferson Díaz. Luego, está el ex funcionario de la Dgcim Rosmel Edecio Méndez. Además, figuran los efectivos de tropa Estewin Rojas, Enderson Rumi, Roberto Rondón y Carlos Conde. Y los sargentos retirados del Ejército de EEUU Luke Denman y Airan Berry, empleados de Silvercorp.
Solo dos oficiales han admitido culpa: el teniente Luis Manuel Paiva y el capitán Antonio José Sequea Torres, conocido por sus relaciones con distintos cuerpos de inteligencia, hasta que llegó el complot del 30 de abril de 2019. Sequea, según el régimen, era el líder del grupo que se embarcó en peñeros en la Guajira colombiana, el viernes 1 de mayo. Era, de hecho, el oficial de mayor graduación, junto al capitán Robert Colina, alias Pantera, que murió en Macuto.
Aunque todos los sentenciados presumiblemente participaron en los campamentos para entrenamiento instalados en Riohacha y otros puntos, solo tres testimonios resultan claves: los de los sargentos de Silvercorp y el de Sequea Torres, puesto que presumiblemente ellos tenían un mayor grado de conocimiento sobre los detalles de la operación.
Las admisiones de hecho de Sequea, Berry y Denman son prácticamente oro en polvo para un régimen ávido de legitimidad, que en más de una oportunidad ha jugado el papel de víctima en foros internacionales. Antes, fueron las sanciones. Ahora, tiene los elementos para decir al mundo que este complot denominado Gedeón iba más allá del plan de unos militares y policías desesperados por el estancamiento político de su país. Con estas sentencias, intentarán que les crean -ahora sí- que el régimen se sobrepuso a los designios urdidos en Washington y Bogotá.

Breves

EXTRADICIÓN A PUNTO

El juicio de extradición del empresario colombiano Alex Naín Saab se acerca a su punto culminante. Tal y como lo habíamos adelantado en una entrega anterior, cuando apenas comenzaba el proceso, la decisión definitiva debe darse en septiembre, cuando los apoderados judiciales del “agente” del régimen venezolano agoten todos sus recursos ante la justicia de Cabo Verde. Era claro que Saab daría la pelea hasta el último momento, incluso tratando de plantear incidencias extrajudiciales, como la de la supuesta “expulsión” de uno de los abogados de su equipo de defensores. Más allá de los dimes y diretes, el proceso para decidir si se ajusta a derecho el traslado de Saab a Estados Unidos se ha desarrollado conforme a lo previsto en la detallada legislación caboverdiana, vigente desde 2011. Esto a pesar de las enormes presiones políticas para inclinar la balanza hacia uno u otro lado, tal y como lo reconoció el propio presidente del archipiélago africano, José Carlos Fonseca. Solo queda dirimir la apelación ventilada ante la Corte Suprema, con respecto a la decisión anunciada el 4 de agosto, que da luz verde al traslado. Salvo que se detecten serias fallas en el proceso, relativas al derecho constitucional a la defensa, la máxima instancia debería ratificar la sentencia previa. A partir de ese momento, se abre un lapso de veinte días para que se produzca la entrega al empresario a las autoridades de EEUU. Como se ha explicado en otras ediciones, los estadounidenses no podrán reextraditar a Saab a otro país, ni podrán imponer penas más elevadas que las máximas previstas en la legislación de Cabo Verde para el delito de lavado de dinero. Por lo tanto, aún si se da la extradición, Saab contará con un importante margen de maniobra ante los tribunales del estado de Florida. 

VIOLENCIA CONSTANTE

Mucho se ha advertido sobre una creciente violencia contra la mujer durante la pandemia. Esta creencia pareciera reafirmarse a la luz de casos recientes, ventilados a través de las redes sociales, que muestran a víctimas torturadas y desmembradas, ultimadas con extremada saña, cuyos cadáveres quedaron en plena vía pública, acompañados por carteles que las señalan de ser supuestos informantes de los cuerpos policiales. Estos casos desde luego que suscitan conmoción y contribuyen a colocar en el centro del debate todo lo relativo a la violencia contra el llamado “sexo débil”. Sin embargo, la revisión de cifras extraoficiales pareciera indicar otra realidad. Durante el primer semestre de 2020 -que abarca tres meses y medio de cuarentena- han matado a menos mujeres en el país que en la primera mitad de 2019. En este lapso hubo 223 víctimas, mientras que el año pasado fueron 390. La imposibilidad de moverse más allá de los confines de la propia comunidad pareciera influir poco en las cifras de violencia conocidas hasta ahora. En un esquema de reducción general de homicidios, las mujeres continúan representando aproximadamente el 10% de las víctimas. Lo que sí pareciera haber cobrado alguna importancia es el motivo pasional, a veces ligado con abuso sexual, que abarcó más del 23% de los casos reportados en el primer semestre. Otro 30% de las muertes de féminas fue catalogada como ajuste de cuenta, y en 25,5% de los casos la policía no pudo precisar el móvil del crimen. Finalmente, en 10,7% de las muertes los antisociales intentaban llevar a cabo robos genéricos o de vehículos.

EL NEGOCIO DEL SECUESTRO

Durante la pandemia, la actividad de los secuestradores en el país no ha parado. En los primeros seis meses de 2020 han sido denunciados cuarenta plagios. La paralización del país con motivo del decreto de alarma nacional pareciera no haber tenido mayor impacto, si se toma en cuenta que durante la primera mitad de 2019 fueron iniciadas 47 averiguaciones por este delito. El municipio Libertador y el estado Miranda acumulan la mayor cantidad de casos, como es habitual. En esta oportunidad, abarca el 50%, con una importante cantidad de casos en los Altos Mirandinos. Desde que comenzó la cuarentena, además, han repuntado los secuestros en Zulia, con víctimas en los municipios Catatumbo y Santa Rita. Las bandas de secuestradores también se mantienen activas en Carabobo, con casos reportados en Valencia y Naguanagua. En las ciudades, los captores intentan obtener sus pagos en lapsos de negociación que se prolongan por horas, pero que no pasan de un día. En cambio, en Aragua, Lara y Zulia los tiempos de cautiverio son más prolongados, y los montos negociados en rescate pueden ascender a los cientos de miles de dólares americanos. Los pagos son siempre en divisas extranjeras o prendas. El bolívar es despreciado por los delincuentes. En 2020, la mayoría de los casos se ha resuelto mediante negociación entre los delincuentes y los allegados a las víctimas. Solo en el 25% de los secuestros, las victimas han sido rescatadas o liberadas como consecuencia de la llamada “presión policial”.

Libros

A propósito de la operación Gedeón, el tema de los mercenarios se ha convertido en un tópico de conversación en el país. Pero es muy poco lo que se conoce a ciencia cierta sobre esta materia. Paradójicamente, la actuación de los denominados “ejércitos privados” o “contratistas militares privados” es casi un denominador común dentro de los conflictos armados posteriores a la caída del Muro de Berlín. En la entrega anterior, se recomendó una lectura introductoria sobre el tema (Corporate Warriors, de Peter Singer), que era muy próxima al surgimiento de este fenómeno. De mayor actualidad es la obra de Sean Mc Fate The Modern Mercenary, o El mercenario moderno (New York, 2014). El autor es un ex militar estadounidense, que luego de su retiro participó como consultor para DynCorp International, una de las empresas más afamadas de este ramo. Aunque DynCorp ha tenido actuaciones en casi todos los continentes, en el caso de Mc Fate la experiencia fue en el contexto de la reconstrucción del ejército de Liberia, desde los propios cimientos, tras la huida del dictador Charles Taylor en 2005. Este es un caso de estudio, puesto que la corporación fue contratada por el Departamento de Estado de EEUU para llevar a cabo la tarea, en forma paralela con otra compañía (Pacific Architecs & Engineers, PA & E), con la cual DynCorp no tenía relación alguna. El relato de Mc Fate es de extraordinario interés, puesto que saca a los ejércitos privados del molde en el que se habían metido, a propósito de sus desempeños como parte beligerante en otros conflictos, y pone el tema en una interesante perspectiva. Según el autor, la participación de los “ejércitos privados” ya no es una anomalía, sino una consecuencia natural de distintos factores, entre los cuales figura una creciente indisposición de los estados para involucrarse directamente en conflagraciones armadas más allá de sus fronteras. Los escenarios de Irak y Afganistán llegaron a tener a más contratistas privados que soldados regulares. Y esta es una tendencia que se verá también en otras latitudes. Rusia y China han generado importantes conglomerados de “ejércitos privados”, que ya comienzan a dejar su impronta en los lugares donde estos países poseen algún tipo de interés. Este “nuevo orden mundial”, nos advierte el autor, se caracteriza por la irrupción de actores no estatales (bandas armadas, grupos terroristas, corporaciones transnacionales, organismos multinacionales y ONGs, por citar algunos) que asumen cuotas de participación allí donde los gobiernos formales no pueden o no desean ejercer ninguna influencia. Se trata, según Mc Fate, de un mundo “neomedieval”, donde los ejércitos privados tienen un terreno fértil para proliferar, alentados por la disponibilidad de armas, la mayor accesibilidad de las tecnologías y una cierta parroquianización de los conflictos armados. Este libro resulta hasta cierto punto inquietante, pues nos asoma a un escenario mundial caótico, en el que desde luego el mejor postor siempre tendrá las de ganar. Puede ser leído en versión electrónica.

 

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