Dinámica de la extorsión policial

Crímenes sin castigo | 12 de diciembre de 2013

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@javiermayorca
¿Por qué un comerciante venezolano paga “prote”?¿Qué le hace destinar parte de sus ganancias a la corrupción de un oficial de policía o de algún militar, generalmente de la Guardia Nacional, para que la delincuencia –tradicional o policial- no lo estorbe?¿Por qué pagaría a un colectivo o grupo armado, de esos que pululan en la avenida Sucre de Catia o en Candelaria?
Estas eran las preguntas que me hacía mientras trataba de corroborar un dato extraoficial que llegó a la mesa de redacción de El Nacional dos semanas antes de las elecciones de alcaldes y concejales del pasado 8 de diciembre. El confidente indicó a uno de los jefes que los dueños de algunos comercios en Candelaria supuestamente pagaban ciertas sumas a los policías y miembros de la Guardia del Pueblo para evitar que los saquearan, en el fragor de la “guerra económica” planteada por el presidente Nicolás Maduro.
La información en principio no era descabellada, mucho menos en esta Venezuela donde todo parece posible. Mi primera apreciación, antes de hacer cualquier trabajo de campo, fue que tal escenario se plantearía con más facilidad en aquellas partes de Caracas donde ya están constituidas redes de extorsión policial. Verbigracia, Catia. Allí hay una tradición de pago a los agentes, desde los tiempos de la Policía Metropolitana. Esta práctica fue la que por desgracia sentó las bases para el secuestro de los jóvenes Faddoul y de Miguel Rivas, el hombre que conducía el carro en el que ellos se transportaban, hace ya ocho años.
No obstante, en el diario insistieron que se debía chequear otras zonas de Caracas donde la extorsión fuese novedosa. La misión se concretó a un recorrido por los comercios de Candelaria y Chacao.
Que el dueño de una tienda confiese que le paga a un policía para que le de una protección extra resulta harto difícil. Mucho más en estas circunstancias de sospecha generalizada en la que vivimos los venezolanos. Pocos creen en la buena fe del trabajo periodístico.
Luego de una mañana, la búsqueda resultó estéril.
En medio de la caminata y las conversaciones en voz baja, no se obtuvo ninguna revelación que apuntara hacia la “prote”. Por el contrario, lo que los comerciantes confesaron fue una gran demanda insatisfecha de servicio de seguridad. Para ellos, la perspectiva de un asalto se previene básicamente con limitaciones en el horario de trabajo. Es decir, abriendo más tarde y cerrando más temprano.
Vino entonces un paréntesis de diez días. Hasta que en vísperas de las elecciones ocurrió un hecho poco común: los carniceros de dos avenidas de Candelaria cerraron sus puertas en forma simultánea. La decisión no fue producto de una planificación sino de la desesperación y del miedo, ante la posibilidad de que un colectivo armado, presumiblemente los Tupamaros, tomaran sus instalaciones para obligarlos a vender la mercancía a los precios que consideraban justos.
El recorrido por estos lugares, con la misma técnica de entrevistas más o menos estructuradas que se aplicó en la oportunidad anterior, esta vez dio sus frutos. Pero en un sentido extraño, es decir, para constatar que los comerciantes se negaban a pagar, y por eso los asediaban y cesaron sus operaciones espontáneamente durante toda una tarde. La suma exigida era siempre la misma, 15.000 bolívares, 2380 dólares al cambio oficial. Sólo uno de estos nueve carniceros presumiblemente canceló lo que le pedían. Pero ese no confesó. Por el contrario, negó incluso el estado de sitio que todos los demás relataron.
Un episodio parecido a este ocurrió hace cuatro años en Catia, donde los empresarios de origen asiático cerraron sus tiendas para protestar contra la extorsión de la que eran víctimas por los agentes de la Policía del Municipio Libertador (http://www.eluniversal.com/2009/09/20/sucgc_art_contra-policaracas-p_1578402).
Todo esto diera la impresión de que los empresarios en Caracas nunca pagan “prote”. Pero eso no es así. De hecho, existe toda una cultura al respecto, especialmente entre panaderos y dueños de pequeños abastos. Cuando Ud vea la moto de un policía parada frente a uno de estos comercios, lo más probable es que el dueño del local paga al agente. Especialmente si el vehículo es estacionado en las horas de cierre de caja.
De eso hay constataciones empíricas, desgraciadamente asociadas a hechos violentos. La última fue el propio día de las elecciones de alcaldes y concejales, cuando se originó un tiroteo entre cuatro asaltantes y un oficial de Policaracas, que para ese momento se encontraba de permiso, frente a un supermercado de la avenida Victoria. Durante las indagaciones, se determinó que el oficial de marras actuaba como cuidador del local en sus tiempos libres. El hombre murió al recibir un disparo en la cabeza. También dos de los antisociales.
Los propios policías denominan parceros a los colegas que tratan de redondear su salario con estos trabajos. En la extinta Metropolitana hubo varios episodios de agentes, uniformados o no, caídos en esta faena. Entre los últimos casos está el de un sargento ultimado al enfrentar a asaltantes de una panadería en La California Norte, en julio de 2012.
Entonces queda la pregunta: ¿por qué los comerciantes pagan a estos funcionarios?
Mark Cohen, en su libro The Costs of Crime and Justice (2005) refiere que una de las formas de medir el costo general por la inseguridad, e incluso los costos ante ciertos tipos específicos de delitos, es preguntando en determinados sectores cuánto están sus integrantes dispuestos a pagar para superar la situación. La teoría indica que si las sumas son bajas, el riesgo percibido se acerca a cero, o según la perspectiva del “comprador” el servicio obtenido como contraprestación no asegura que la situación será superada, y por lo tanto vale poco.
Por otra parte, la inseguridad (objetiva y subjetiva) implica ciertos costos. El caso de los vehículos es emblemático. En Venezuela, para pedir un crédito para automóvil hay que comprar una póliza y además colocarle por lo menos tres dispositivos de protección. En otras partes del mundo eso no es así. Al comparar estas realidades nos damos cuenta de los costos asociados a la inseguridad. El nuevo dueño del vehículo tiene que incurrir en ellos si realmente desea andar sobre ruedas. En ese sentido, su margen de elección es escaso. Pero luego, cuando ya pagó el crédito, generalmente renueva la póliza y escoge lugares protegidos para estacionarse. Conclusión: uno presume que el riesgo percibido es muy alto. Y si atendemos a las cifras de robos o hurtos de vehículos tiene toda la razón. Diariamente cambian de manos por fuerza del hampa más de cien unidades en todo el país. El promedio en Caracas es de 25 a 30 todos los días.
En el caso de los comerciantes de lugares caraqueños como Catia y Petare, es decir en los extremos del oeste y del este de la ciudad, el riesgo percibido también debe ser muy alto para cancelar una suma a los policías “quince y último”.
Algunos comerciantes de las mismas zonas y de los mismos ramos, sin embargo, optan por no pagar “prote”. Tienen, por decirlo así, un nivel de tolerancia más alto hacia la delincuencia o más bajo hacia los riesgos asociados a la corrupción a los funcionarios. Lo cierto entonces es que estamos ante una decisión racional por parte del comerciante, en la que el riesgo percibido opera como una especie de impulsor, y los niveles de tolerancia como retardadores.
En la Sicilia del siglo XIX, la Cosa Nostra nació como un servicio de protección. Desde luego, se trataba de zonas olvidadas por las autoridades. Por lo que los labriegos, especialmente los sembradores de cítricos, tenían muy poco margen para elegir. La oferta, por decirlo así, era plegarse al paraguas de la Mano Negra o sufrir las consecuencias nefastas del accionar de los bandoleros independientes o de la incipiente mafia. Algo parecido ocurre en la frontera venezolano-colombiana, donde los hacendados pagan a los grupos guerrilleros en búsqueda de la seguridad que no les brindan las instituciones del Estado.
Entonces, en Sicilia y la Venezuela fronteriza (hay otros ejemplos) los factores retardadores tienen poca fuerza.
En Caracas, bastaría con un cambio en el servicio policial para mitigar la extorsión. Básicamente, supliendo el déficit de atención a la ciudadanía, es decir, incrementando la oferta del servicio. Algo de esto ocurrió en 2010, cuando la Policía Nacional reemplazó a la Metropolitana en los lugares donde los últimos más extorsionaban.
Ahora bien, en una ciudad como Caracas, donde el servicio policial padece un déficit crónico (faltan más de 20.000 agentes), la suplantación de funcionarios de un cuerpo por los de otro mitigará la extorsión por poco tiempo. Pero luego las redes delictivas uniformadas volverán a cimentarse, tal y como ya se está viendo, especialmente en aquellos lugares donde el servicio es monopolizado por una sola institución.
Breves
*Los resultados de las elecciones de alcaldes hacen pensar que la división política continuará incidiendo sobre la coordinación (o ausencia de ella) entre los cuerpos policiales del Distrito Capital. Esta situación es de tal nivel que el director de la Policía de Libertador ni el alcalde de ese municipio han asistido jamás a las sesiones del Consejo Metropolitano de Seguridad Ciudadana.

Lozada: incógnitas
*La desaparición durante dos semanas del general de brigada retirado de la GN Ramón Lozada Saavedra es por lo menos extraña. El oficial fue “abducido” por sujetos armados cuando llegaba a su residencia en Montalbán, en presencia de un testigo que luego fue dejado en libertad. El martes 10 de diciembre, reapareció en Mantecal, estado Apure, es decir a unos 800 kilómetros de distancia. Desde entonces, se ha negado a declarar. Este silencio de quien se convirtió en asesor de la Mesa de la Unidad Democrática en temas agroalimentarios también da mucho qué pensar. Se debe destacar que durante su ausencia nunca llamaron a los familiares para exigir dinero, bienes o prebendas. Ante este escenario, cualquier investigador se plantearía las siguientes posibilidades: 1)Lozada estuvo en poder de un grupo armado con tanta capacidad logística que lo dejó en la frontera, simplemente porque así lo deseaban sus líderes; 2) Iba a ser secuestrado, pero luego los captores desistieron; 3) El general fingió su desaparición y se trasladó por sus propios medios hasta la zona limítrofe, hasta que optó por reaparecer. Hay desde luego opciones intermedias, como por ejemplo que un grupo se lo llevó y lo puso en manos de otra organización. El silencio del general no ayuda a esclarecer estos hechos. Si se presume la buena fe, uno tiende a creer que él iba a ser víctima de un secuestro o una desaparición forzada. En este último caso, no se entiende por qué lo dejaron con vida.

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