El Darién, y más allá

-Una venezolana relata cómo cruzó la temible selva panameña, junto a su esposo, su hermana y su única hija: “No puedes salir de allí sin pagar”

Crímenes sin castigo | 24 de julio de 2022

En profundidad

@javiermayorca

La primera pregunta que le hizo a Jhani el guardia fronterizo de Eagle Pass (Texas, EEUU) la dejó totalmente desconcertada.
“¿Tu eres venezolana? Dime cuál es la arepa reina pepiada”, inquirió en perfecto español.
A la mujer de 25 años de edad no le salieron palabras. Mojada todavía por las aguas del Rio Bravo, junto a su hija Ruzzvely de ocho años de edad, apenas pudo esbozar una risita nerviosa.
Su silencio ponía en riesgo el éxito de un periplo que abarcó nueve países en unos cuarenta días.
Más atrás, se escuchó una respuesta salvadora. Era su hermana, Jhanniriht, que apenas salía del cauce. El guardia sonrió y los llevó a un centro donde registrarían sus nombres. Era la primera semana de julio.
Luego de varios intentos, Jhani salió de Venezuela definitivamente en 2017. Probó suerte en Medellín, Cúcuta y Barranquilla. Luego en Ecuador y Perú. Mientras tanto, su hija crecía con su mamá en Nuevo Horizonte (Catia). Cuando ella estaba en Guayaquil, su esposo Rubén Darío siguió en avanzada a Lima.
Una familia venezolana hecha en diáspora.
La pareja logró reunirse de nuevo junto a la niña en noviembre de 2021. Entonces, comenzaron los nuevos planes para “irse lejos”.
Si algo distingue a Jhani es su sentido de planificación. Cuando hablas con ella, da la sensación de que siempre sabe cuál será su siguiente paso. En enero de este año, ya tenía una idea del dinero que debía reunir.
“Hay bitácoras de personas que ya han viajado. Allí están los precios, y los que viajan las actualizan”, recordó.
Esa guía se la entregó un primo que recorrió el territorio centroamericano con éxito, y ahora está residenciado en Florida.
La travesía costaría 1500 dólares por persona, sin importar la edad ni el sexo, y contando un 10% adicional para imprevistos. En mayo, ya habían reunido los seis mil dólares necesarios para los gastos de la familia completa.

“Todo es trocha”

La bitácora entregada comenzaba en Medellín. Así que para llegar desde Lima a la ciudad antioqueña fue necesario improvisar. Las trabas surgieron desde el inicio.
“En Perú estaban cerradas las fronteras. En Ecuador también. Las abren por días, y ahí es que aprovechas. Pero cuando viajamos estaban cerradas. Pagamos desde que salimos de Perú a Ecuador. Para salir de Colombia también. Todo es trocha”, refirió.
En Medellín, Jhani y Rubén se unieron a un grupo de diez venezolanos. Algunos venían directo de Caracas. También iba con ellos un colombiano. En total fueron quince personas, que se coordinaban a través de un chat de WhatsApp.
La bitácora describía lo básico para cada tramo. La siguiente parada sería en Necoclí, una población en el golfo de Urabá, que antiguamente era uno de los puntos fuertes del Clan Úsuga. Por el trayecto en autobús, 80 mil pesos, unos 18 dólares al cambio actual.
En Necoclí hay que abordar una lancha hasta Capurganá. Es casi una hora de navegación, a 40 dólares por cabeza.
“Capurganá es como un pueblo, tiene Western (Union), y es la entrada a la selva. Están todas las personas trabajando para los que van caminando o en lancha”, recordó.
Este es, además, el centro de operaciones del grupo que domina el paso de los emigrantes por el Darién.
“Te llevan en un carro a donde está la mafia. El guía te asesora. Pagas 50 dólares a la mafia, te extorsionan, y sales de allí. Es como un campamento, que es de la mafia. Pero no puedes salir de allí sin pagar (…) A los que violan y roban es porque no pagan y se van”, advirtió.
Los que tienen más recursos entregan 300 dólares a un lanchero para que los lleve a Carreto, una población panameña a orillas del Caribe, a treinta kilómetros al noroeste. El viaje es básicamente un cabotaje.
Pero esos días la policía panameña había detectado que los navegantes llevaban drogas además de emigrantes irregulares. El servicio de traslado por mar fue paralizado, y no se sabía por cuánto tiempo.
Tocaba entonces escoger entre dos rutas a pie. La primera, corta pero muy intensa, permite cruzar la selva en tres o cuatro días. Es el trayecto más peligroso. Un primo lejano de Jhani cruzó la selva por allí. Le envió a ella fotos de cadáveres y el video de un venezolano que había salido de Margarita, y al momento de hablar con él tenía cuatro días postrado sobre un manto plástico.
El otro camino es menos empinado. La gente tarda entre cinco días y una semana en recorrerlo.

Coyote de selva

El guía contratado en Necoclí es un colombiano conocido como Lucho. Es un hombre de 49 años de edad que vive en el lugar. Cobra 200 dólares por persona.
En la medida en que avanzaban, este baquiano aportaba los consejos para que la odisea fuese lo menos tortuosa posible: no llevar peso innecesario; cargar solo la ropa indispensable; llevar botas, pero nunca recién compradas, porque salen ampollas; no te protejas del sol y las frecuentes lluvias, así solo terminarás enfermo; lleva caramelos; seca la ropa solo al final de cada jornada y, por último, camina con paso lento y firme, usando una vara para examinar el suelo.
“Aquí las personas se mueren porque van muy rápido”, advirtió.
El guía iba a un paso tal que, al finalizar cada día, el grupo estaba en un terreno apropiado para acampar.
Al tercer día de camino, Jhani comenzó a preguntarse si había tomado la decisión más acertada.
“Nos dijeron que venía una montaña que se llama La Llorona. En esa montaña hicieron los videos que no quería ver, donde encuentras niños muertos, muchas personas se quedan y nadie las rescata. (…) Me aterré. Quién me manda a venir, cómo voy a meter a mi hija y mi hermana, pensé. Me entró el miedo y me puse a llorar. Dije que esperaría a la lancha. Pero la lancha no estaba trabajando. Pensé en quedarme tres días en la playa, botar todo, cualquier ropita. Mi esposo empezó a botar el atún. Le dije que no, que botáramos la ropa y nos quedábamos con la comida. Él también estaba asustado”, relató.
Gracias a Lucho, Jhani y su familia recuperaron los ánimos. Luego de la pequeña crisis, asumieron el viaje por el Darién como una excursión. Todavía hoy en día su hija guarda recuerdos gratos del momento en que paraban y se bañaba en los ríos.
En la última jornada de selva remontaron un cerro conocido como La Bandera. Al bajar, estaba un campamento que sería la última parada con el guía. A partir de allí, tendrían que seguir por el margen de un río hasta llegar a La Casa del Abuelo. Pero las posibilidades de perderse son mínimas. La línea tiene cientos de caminantes. Allí un grupo de militares panameños los traslada en lancha a una estación, donde hacen un registro. Al día siguiente, los mismos uniformados llevan a los viajeros a otra estación a dos horas de navegación. Allí tomarán un autobús que los dejará en la frontera con Costa Rica.

El segundo tapón

El viaje transcurrió sin tropiezos hasta Guatemala. Costa Rica, Nicaragua y Honduras dispensan un trato parecido a los emigrantes. Simplemente, toman nota de sus nombres y les facilitan el paso.
“No te devuelven, pero no te sellan el pasaporte. Lo hacen como una ayuda humanitaria”, explicó Jhani.
En Guatemala, las cosas cambiaron. De acuerdo con el relato de esta venezolana, allí los militares van desde la extorsión hasta la indiferencia. Pero no cooperan con los caminantes.
Jhani creía que iba a pasar ilesa, hasta que llegó a Tecún Umán, un poblado de la frontera noroccidental, a una hora del límite con México.
“Íbamos en bus y lo pararon. Dice el policía que mostremos permiso para estar allí. Solo puedes estar con visa. Para que te la den es un proceso, y todo el mundo estaba ilegal. El que viaja con pasaporte igual va ilegal, porque no conseguirá la visa. El pasaporte te sirve cuando estás en EEUU, por eso la gente lo cuida”, recordó.
Todos los viajeros fueron llevados a una comisaría cercana, donde durmieron en colchones colocados sobre el piso. No les dieron alimentos y solo les permitieron usar el baño una vez.
“Hoy es su día de mala suerte”, le dijo el funcionario que le revisó los papeles.
A la mañana siguiente, fueron trasladados a Ciudad de Guatemala, donde estuvieron tres días tras las rejas. Mientras tanto, los agentes hacían los preparativos para una deportación sumaria a Honduras.
Pero Jhani y su familia no iban a desistir.
“Pagamos trocha. Ya sabíamos dónde estaban los policías, para esquivarlos, por qué montaña pasar sin pagar. (…) No corríamos riesgos. Nos bajábamos del autobús, caminábamos y cogíamos otro, y así. Lo que hicimos fue esquivar. En la segunda jugamos vivos, conseguimos a la persona que nos cobró hacía cuatro días. Le dijimos que nos hiciera el favor y nos diera el paso. Para esquivar a los policías debes pasar por casas y haciendas, no vas por el camino principal. Así sucesivamente. De resto, tienes que pagar a los policías”, confesó.
La bitácora lo decía con claridad: más allá de Tecún Umán no se puede tomar autobús. Hay que seguir a pie y cruzar el rio Suchiate. El paso cuesta 20 quetzales, o tres dólares.
Al otro lado, Hidalgo.

Un permiso temporal

La historia reciente de México está llena de episodios en los que emigrantes ilegales han sido presas fáciles de los carteles. Estas organizaciones buscan diversificar su portafolio criminal mediante la explotación de las personas que pasan camino a EEUU. A algunos los usan como mulas de las drogas. Otros no viven para contarlo. El caso más recordado ocurrió en 2009, cuando 72 personas procedentes de distintos países fueron masacradas en una hacienda de Tamaulipas. La matanza fue atribuida al grupo de Los Zetas.
En enero de 2021, trece guatemaltecos fueron incinerados en un vehículo, también en Tamaulipas. Según la Washington Office for Latin America (WOLA, por sus siglas en inglés) uno de cada tres emigrantes sufre algún tipo de violencia mientras cubre el trayecto por territorio mexicano.
Pero el panorama que encontró Jhani no fue tan desolador. En Tapachula (Chiapas) fue a un centro para migrantes. El plan inicial era gestionar una visa de tres meses. En ese lapso, con su esposo y su hermana desempeñarían diversos trabajos de medio tiempo, gracias a un programa del gobierno federal, que ofrece un sueldo mensual de cinco mil pesos. Ese dinero serviría para financiar el resto del viaje con más comodidad.
Luego, se dio cuenta de que esa no era la mejor alternativa para cumplir con el objetivo de llegar a Estados Unidos. Los norteamericanos no le darían el permiso de entrada si veían que había gestionado una visa mexicana.
Lo apropiado, explicó, era solicitar una autorización para estadía por treinta días. Esa gestión se lleva a cabo en otra ciudad, Huitxla.
Pero el camino entre Tapachula y esa otra población está minado de puestos migratorios. La alternativa es ir en caravana. Según Jhani, la suya tenía más de cinco mil personas.
Luego de un día para gestionar la autorización (gratis), es necesario tomar inmediatamente un autobús a la capital federal. Posteriormente, a Monterrey. No hay tiempo que perder. Desde allí, el servicio de transporte público es negado a los migrantes. Toca continuar a pie por las carreteras del desierto.
Ocasionalmente, la emigrante venezolana se topó con periodistas e influenciadores que buscaban una buena historia. A cambio, la llevaban hacia el norte. En Sabinas, encontraron el aventón final hasta Eagle Pass, gracias a una señora adinerada que pagaba una promesa beneficiando a los caminantes.
Atrás, quedaron todos los integrantes del grupo que salió desde Colombia con Jhani y su familia. Tuvieron que desistir, y esperar por mejores momentos. Algunos de ellos todavía están en Centroamérica.
Jhani y su familia fueron beneficiados por un cambio en la aplicación de normas migratorias estadounidenses, vigente a partir de abril de este año. De haber llegado antes, probablemente hubiesen tenido que pasar una larga temporada en un centro de detención, corriendo un alto riesgo de deportación.

En EEUU, monitoreada por GPS

Luego de recorrer nueve países y más de cinco mil kilómetros, esta venezolana permanece con su hija, su hermana y su esposo en una vivienda de Orlando. La agencia ICE, que cumple labores de policía migratoria en EEUU, le entregó un teléfono con un GPS para monitorear todos sus pasos. Periódicamente, debe enviar selfies al agente de su caso, para dar constancia de su estado.
Cree que, al fin, tendrá un futuro.

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