Tres claves para entender la corrupción en esta Venezuela
-Un viejo mal de la sociedad ha adquirido dimensiones que amenazan con anular el funcionamiento del Estado
En profundidad
@javiermayorca
En Venezuela, la corrupción se ha situado nuevamente en la lista de las principales preocupaciones de la ciudadanía.
De acuerdo con un sondeo de Pronóstico, la corrupción es señalada como la principal responsable de los problemas que agobian a los venezolanos (22%), solo superada por “Maduro y su gobierno” (43%). Según esta lógica, las agudas deficiencias en los servicios públicos, expresadas a través de los frecuentes apagones y la permanente carencia de agua potable; la inflación e incluso la inseguridad producida por el hampa serían el resultado de las acciones y omisiones del ocupante de Miraflores, y también de los manejos dolosos con el erario público.
Esto amerita una reflexión. En las siguientes líneas, se vierte el contenido de una intervención hecha por el autor en un congreso de la organización Idea. En el panel, por cierto, convergieron académicos y consultores provenientes de otros tres países latinoamericanos, lo cual confirma que éste no es un problema estrictamente nacional. No obstante, aquí encontramos aspectos diferenciadores. Se aclara, de antemano, que no se pretende agotar el tema sino enriquecer el necesario debate.
*Primera clave: hacia otro nivel
En la Venezuela prechavista, la corrupción fue un tópico de discusión habitual. En la medida en que el país recibía un caudal creciente de recursos de la renta petrolera, a partir del embargo de Arabia Saudita (1973), comenzaron a ventilarse en la prensa un creciente número de denuncias sobre irregularidades administrativas. En los noventas del siglo pasado, toda redacción periodística que se preciara debía tener a la mano el Diccionario de la Corrupción en Venezuela, con tres tomos llenos de casos que escandalizaron a la opinión pública.
Esto fue llevado a su cénit durante el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez. El “hombre que sí camina” fue investigado, destituido de la Primera Magistratura y condenado por la malversación de fondos de la partida de Gastos de Seguridad y Defensa. El caso en cuestión tenía que ver con la entrega del equivalente en dólares a 250 millones de bolívares ($ 17 millones) para organizar el equipo de seguridad de la nueva presidenta nicaragüense Violeta Barrios. Había además una conseja según la cual parte de esa plata fue destinada al financiamiento de la toma de posesión del propio Pérez. Por su pompa, este evento fue denominado la “coronación”.
Este hito desató una cadena de hechos que posibilitó el ascenso al poder del teniente coronel Hugo Chávez, entonces preso por la fallida intentona de golpe del 4 de febrero de 1992. Este oficial, de hecho, tomó la bandera de la lucha anticorrupción, en especial para criticar el manejo de Petróleos de Venezuela (“Es una caja negra”, decía).
El punto con esto es que la corrupción de entonces, aunque frecuente, se daba en contextos de cierto contrapeso institucional, que permitía investigarla y reprimirla, aunque fuera a medias. Los casos siempre dejaban un sabor amargo, pues se pensaba que se podía llegar más allá en la identificación de los responsables y la imposición de sanciones.
Con Chávez y Maduro, la concentración de poderes en torno al Ejecutivo eliminó los necesarios balances y contrapesos, que debían ejercer primeramente órganos como los juzgados, el Parlamento y el Ministerio Público. Lo que dio -y todavía da- rienda suelta a la corrupción. Veinticinco años después de la elección de Chávez, suceden cosas insólitas, como que las investigaciones sobre presunta corrupción son desarrolladas por una policía, que es un órgano del propio Ejecutivo, cuyo director es un militar nombrado directamente por el Presidente. En Miraflores deciden qué corrupción puede pasar agachada, y cuál debe ir a las mazmorras. Es decir, cobra y se queda con el vuelto.
Debido a que la corrupción comporta un conjunto de delitos que, por regla general, transcurren en las sombras, la mejor forma de medirlo hasta ahora es a través de las encuestas periódicas de percepción. La más afamada es la que realiza la organización Transparencia Internacional.
El gráfico que acompaña a este texto indica cómo se ha deteriorado la posición del país en el ránking internacional de percepción sobre corrupción. En 2005, Venezuela ya había caído al puesto 130. Pero siempre se podía estar peor. El último sondeo (2022) la situó en el lugar 177 de 180.
Otras organizaciones han abordado el mismo tema. Por ejemplo, el Proyecto Mundial de Justicia elabora desde hace ocho años un índice conocido como “imperio de la ley”. Una de las va
riables estudiadas es “ausencia de corrupción”. Allí Venezuela figura en el puesto 132 de 142. Y siempre ha estado entre los diez países peor calificados.
Esto implica que la corrupción pasó de ser frecuente a sistémica. La noción de la “manzana podrida” ya no aplica. Ahora, solo algunas excepciones confirman la norma.
*Segunda clave: un régimen criminógeno
La expresión “régimen criminógeno” corresponde a la profesora dominicana radicada en Washington Lilian Bobea. Una tarde, luego de una discusión académica, le explicaba cómo en Venezuela los poderes se habían confabulado para empujar al ciudadano común a incurrir en delitos, ideados por el propio régimen. Al principio, le costó un poco entender el asunto, puesto que situaciones como las vistas en la Venezuela de Chávez y Maduro no son muy frecuentes en el mundo. Desde Beccaria hasta estos días, la teoría establece que el Estado o “soberano” no está para generar confusos entramados que pongan tras las rejas a las personas que venden un kilo de arroz o que llevan consigo cierta cantidad de moneda extranjera. Eso solo sucede en sistemas opresivos.
Leyes como las de Precios Justos e Ilícitos Cambiarios fueron el motivo por el cual muchas personas fueron privadas de libertad, simplemente porque intentaban obtener más bolívares por sus divisas, o porque manejaban ventas informales de algún comestible que producían, y que no iban a vender a pérdida.
Estas memorias quizá ya no estén muy frescas, puesto que un buen día el régimen/Estado decidió que estos asuntos no serían perseguidos. Las referidas normas actualmente están “desaplicadas”, pero podrían ser reactivadas en cualquier momento, toda vez que aún están vigentes.
Aquí, además, el ciudadano es colocado permanentemente en una condición de vulnerabilidad que lo inserta con facilidad en ciclos de extorsión y pago de sobornos. El Estado criminógeno también se manifiesta en situaciones muy cotidianas, como la de tramitar un pasaporte o registrar la compra/venta de una vivienda, al punto en que ya las coimas fueron normalizadas. ¿Quién en su sano juicio venderá un apartamento en bolívares? Sin embargo, esta es la denominación que aparece en los documentos correspondientes.
Con su permanencia en el tiempo, el Estado criminógeno fomenta las desigualdades. Los más próximos al poder gozan de cierta patente de corso, de una impunidad factual que les permite hacerse de hoteles públicos sin licitaciones, morder trozos de parques públicos para instalar sus negocios privados, explotar rutas de transporte aéreo y marítimo, obtener subsidios de todo tipo y cupos para la comercialización de crudo en el exterior. Se pasean por las calles de Caracas exhibiendo sus riquezas sin el menor pudor, erigiendo torres de oficinas que nunca serán ocupadas, o negocios insólitos como aquél del restaurant colgante.
Todo esto en condiciones de altísimo riesgo, que llevan a los miembros de esta nueva oligarquía a vivir con un pie en Venezuela y el otro en refugios como Madrid, Estambul o Doral.
*Tercera clave: selectividad represiva
Pero el régimen/Estado necesita a toda costa guardar las apariencias. Establecer precedentes que permitan alguna propaganda de hechos, e ir desmontando así la noción de la corrupción sistémica. Lo último se ha visto con la intervención a siete internados judiciales, iniciadas en Tocorón el 20 de septiembre. Luego de las tomas, el titular de Relaciones Interiores aseguró que había desmantelado el pramato. Pero ninguno de los máximos líderes delictivos está en custodia.
En materia de lucha anticorrupción sucede algo similar. Algunas conductas ilícitas serán reprimidas (a veces, incluso, con excesivo encono), y así se dirá que algo se hace en esta materia. Pero otras no.
Las averiguaciones sobre corrupción genérica, y las de peculado (un delito de salvaguarda) se han incrementado de forma importante en la era post pandémica. Son, por ejemplo, casos de individuos detectados cuando sacan medicinas o insumos de los hospitales públicos para su beneficio personal. También de gente que ha pagado por la obtención de un pasaporte o de una licencia de conducir.
Por cierto, en estos expedientes generalmente solo se ataca una parte de la ecuación. Es raro cuando se parte desde el ciudadano que pagó por un trámite, y se logra desmontar el mecanismo instaurado por los funcionarios para su enriquecimiento. Hay que imaginar solamente qué sucedería si esto llegara a practicarse en el sistema de registros y notarías.
En un contexto de corrupción sistémica, la selectividad represiva constituye un aliciente para la oligarquía que ha aprendido a alimentarse de ella. Solo basta con pegarse a un buen árbol. Pero un buen día este no aguantará el peso, y se desplomará. Así sucedió en el caso Pdvsa-cripto, que llevó a los propios operadores del régimen a quejarse por la desaparición de buena parte de la renta petrolera obtenida en 2022, a manos de un grupo de políticos, militares y expertos financieros ligados al oficialismo.
Estamos, entonces, ante una delincuencia organizada que ha entrado en fase depredadora. Ya no le bastan la simbiosis o el parasitismo.
Pero el caso Pdvsa-cripto también confirma la clave de la selectividad represiva. Su mayor protagonista, como fue el ex ministro de Petróleo Tareck el Aissami, no figura en la lista de 61 apresados. Tampoco es del todo libre, hay que reconocerlo. Se pasea por Fuerte Tiuna, lo ven a diario en el ministerio de la Defensa, con una escolta militar. Tiene “movilidad reducida”. Lo que refleja, precisamente, un trato privilegiado.